Este artículo se publicó en Revista Anfibia en mayo de 2021.
Por Anabel Marín
Ilustración: Macu Gnazo
La minería en Argentina es escenario de una enorme conflictividad. Una parte importante de la sociedad civil organizada dice no a esta industria, y lidera acciones civiles, institucionales y judiciales para frenarla. El sector privado y estatal, sin embargo, tienen su propia agenda y experimentan diferentes estrategias para impulsarla desde hace más de 30 años. El conflicto parece estar en un punto muerto.
¿Por qué la minería resulta un sector tan irresistible para los gobiernos argentinos, sin distinción de partido? Es sencillo: podría contribuir a abordar uno de los desafíos de la economía política nacional, la concentración de exportaciones, que hace que el país dependa de un solo sector -el agrícola- para generar divisas fundamentales, entre otras cosas, para financiar importaciones de bienes imprescindibles -hoy, por ejemplo, las vacunas-.
Si algo caracteriza a la Argentina es su sociedad civil informada y organizada. Una parte de esa sociedad civil entiende que la minería, tal como se practica hoy, no es sustentable. Por eso la rechaza. La evidencia sobre la que se apoya es contundente. Esta explotación requiere un uso intensivo de recursos vitales como el agua o la tierra, no renovables, patrimonio natural, en la mayoría de los casos el medio de vida de las comunidades locales. Además, hay prácticas como el transporte de venenos o las explotaciones bajo tierra que suponen riesgos de accidentes ambientales. Dos ejemplos recientes: el accidente en Brumadinho (Mina Gerais) que cobró más de 250 vidas y 20 personas desaparecidas, y la contaminación de afluentes con cianuro en San Juan. Se suma a esto una historia de impacto limitado sobre el desarrollo económico y social: explotación y extracción de los recursos en modo enclave, es decir con escasos vínculos económicos con otros sectores productivos, sin generar inclusión social.
¿Alguien está ganando?
Se estima que 21 proyectos mineros están frenados por conflictos.
La historia de este conflicto muestra logros y avances para las dos partes. Desde los años 90, cuando se introdujo la ley de promoción de inversiones mineras, la actividad se expandió en varias regiones (San Juan, Santa Cruz y Jujuy), con la instalación de grandes proyectos como Bajo la Alumbrera (Catamarca, 1997) y Cerro Vanguardia (Santa Cruz, 1998). Desde entonces, la producción y exportaciones se quintuplicaron. Por otra parte, los sectores que rechazan la actividad han conseguido también logros más que significativos. Desde el emblemático conflicto de Esquel en 2003, en el que la comunidad local y los movimientos sociales, nucleados en la asamblea No a la mina, lograron impedir el proyecto Esquel a través de un plebiscito, 7 leyes provinciales y más de 50 ordenanzas municipales prohíben la minería a cielo abierto y/o la utilización de determinadas sustancias químicas para la extracción de minerales.
Estos logros de la protesta tienen un alto costo político y económico para el gobierno y un altísimo costo personal para las vidas de quienes integran los movimientos sociales. Además, no son permanentes: están constantemente bajo amenaza ya que cada vez hay más presiones para expandir la minería.
La transición energética -en un mundo que busca mitigar la dependencia del carbón y los hidrocarburos- agudizará la necesidad de minerales críticos; se estima que la demanda y producción de minerales como el grafito, el litio y el cobalto, por ejemplo, se incrementará más de 450 % de aquí al año 2050. Argentina tiene reservas de muchos de estos minerales. ¿Por qué un gobierno con necesidad permanente de divisas y ofertas de inversión no aprovecharía el desarrollo del sector, por vías más o menos legítimas? Los casos de Mendoza y Chubut, con los intentos de “cambio express” en las leyes que limitan la actividad, son una muestra.
Es probable, sin embargo, también que, en sus intentos de avance, la resistencia se acentúe, con enormes riesgos para las comunidades organizadas locales. La situación actual en Catamarca -donde en abril se encarceló a una docena de asambleístas- es un ejemplo.
¿Hay forma de explorar y discutir nuevas rutas que contemplen una verdadera democratización en la toma de decisiones?
Argumentos en disputa
Qué reclama la sociedad civil: que la industria y los funcionarios niegan los efectos negativos de la actividad.
Qué responde una parte del sector minero: que se aplican los avances tecnológicos que reducen los impactos. Que es una industria está controlada por estándares de calidad y seguridad altos. Que si hay fallas tienen que ver con la falta de cumplimiento de las reglas.
Otra visión dentro del sector acepta la existencia de problemas de sustentabilidad ambientales y sociales, pero argumenta que toda actividad los tiene. Dice que se trata de medir, evaluar, regular y monitorear la tarea para minimizar impactos negativos, y en el peor de los casos sancionar y compensar. No se cuestionan las tecnologías o prácticas existentes; se supone que lo que utilizan las empresas es lo mejor conocido y posible.
Para atender el descontento social, el sector minero suele respaldarse en estudios científicos que suelen argumentar que los riesgos son bajos y los beneficios, muy altos. En el mejor de los casos, sugieren trabajar para generar más beneficios locales, como empleo e inversiones. Entiende que los reclamos se fundan en la desinformación o una baja percepción de los beneficios. La idea detrás de estas visiones -más o menos explícitamente reconocida-, es que las comunidades locales lo que tienen son prejuicios, y hay que educarlas.
Estos enfoques, sin embargo, tienen varios problemas: son negacionistas, paternalistas y asistencialistas. Trabajan sobre el supuesto de que es posible identificar y estimar los posibles riesgos ambientales y además, compensar por estos costos. No aceptan la existencia de problemas imprevistos, y/o costos irreversibles, comunes en actividades como la minería. Segundo, consideran que el conocimiento científico, independiente y certero puede dar todas las respuestas, definir qué está bien o mal y mediar en los conflictos. No toman en cuenta las perspectivas que los actores tienen sobre lo que es conocimiento relevante y válido (conocimiento científico versus experiencial); no reconocen que puede haber disputas sobre lo que debe priorizarse y cómo hacerlo. Tampoco reconocen que pueda haber visiones contrapuestas sobre lo que constituyen riesgos aceptables. Las comunidades locales en general tienen prioridades y criterios de valoración de los recursos diferentes a los de los grupos de inversión, sus propios gobernantes e incluso la comunidad científica. Tienen además un conocimiento vivencial sobre lo que está pasando y sobre los efectos de las actividades.
Los abordajes que promueven los sectores mineros no dan buenos resultados. Según el mapa de conflictividad ambiental, en América Latina los relacionados a la minería se han incrementado un 280% desde 2005 hasta hoy (en Argentina, Chile, Perú, México, Brasil, Bolivia y Colombia). Antes de 2005 había 59 activos relacionados a la minería, en la actualidad hay 229. En Argentina el incremento fue de 480% para el mismo período, pasando de 5 conflictos activos en 2005 a 29 en la actualidad.
Los laboratorios de transformación
En este escenario, parece urgente usar enfoques nuevos, inclusivos y transformadores para explorar colaborativamente si hay posibilidades sustentables de hacer minería en la Argentina. Lo que es considerado sustentable debe ser negociado entre las distintas partes.
Un primer paso es crear procesos e instituciones que involucren a la sociedad civil en la toma de decisiones sobre el desarrollo de una actividad (dónde y cómo, beneficios y costos, monitoreos). Muchas veces se intentó generar diálogo entre gobierno, empresas y sociedad. La mayoría fracasó ya que fueron promovidas con enfoques negacionistas, paternalistas y asistencialistas.
Hay tres ejes cruciales para explorar el tema de manera transformadora.
1.Los objetivos y resultados de los procesos tienen que ser vinculantes, y con final abierto. Es importante que, en vez de buscar consensos, se trabaje para desarrollar instrumentos, políticas y sistemas novedosos que sirvan para abordar las inquietudes de los diferentes grupos, en especial de los menos poderosos. Las prácticas de los llamados “laboratorios de transformación”, que se aplican cada vez más para abordar problemas complejos de sustentabilidad, pueden ser oportunos ya que no se enfocan en el diálogo o la resolución de problemas sino que promueven la creatividad, la innovación y la experimentación entre las personas para empoderarlas individual y colectivamente, y propiciar cambios. En los “laboratorios de transformación” se abordan las asimetrías de poder, se cuestionan y redefinen las posiciones de los actores claves, por ejemplo a través de juegos de roles. Se re-priorizan los problemas para buscar abordajes novedosos. Aún cuando los objetivos y resultados de estos laboratorios son, por definición, impredecibles, las fuentes más frecuentes de conflicto suelen ser los modelos de inclusión y distribución de los beneficios económicos, y las tecnologías.
2.Los liderazgos deben estar concentrados en representantes del interés público. En Argentina, el estado nacional y los provinciales pueden adoptar este rol; tienen la capacidad -y la obligación- de representar los intereses de los que están en desventaja. En nuestro país, además, es clave abordar el desafío de la coordinación entre regiones y entre diferentes sectores dentro del gobierno (por ejemplo, desarrollo productivo debe articular con medio ambiente, el área impositiva y la de comercio exterior). Se recomienda que los procesos sean multi-actor y transdisciplinarios; todos los sectores afectados deben estar representados, con su habilidades y miradas diversas.
3.Las metodologías deben estar diseñadas para trabajar en situaciones de fuertes asimetrías de poder, diferentes perspectivas acerca de lo que constituye conocimiento válido y progresos, fuerte desconfianza entre las partes y la posibilidad de construcción de agencia individual y colectiva.
La transición hacia la sustentabilidad
¿Cuáles son los meollos? ¿Qué se negocia? ¿Cómo generar modelos más inclusivos? En cuanto a la distribución de beneficios, una mayor transparencia, una mejor distribución y un cambio en la naturaleza de lo que se negocia son ineludibles. Las compensaciones financieras que traen beneficios de corto plazo no pueden ser suficientes cuando están en juego recursos vitales. Los modelos redistributivos más equitativos conocidos apuntan a la creación de activos comunes que aseguren beneficios de largo plazo, involucrando inversiones en educación, ciencia y tecnología, e infraestructura, entre otros. Una manera de garantizar efectos positivos de largo plazo que está empezando a ponerse al centro de estas discusiones es el desarrollo de negocios y proveedores locales y nacionales. La experiencia de los países que mejor han aprovechado la actividad minera para su desarrollo muestra que este es el camino con mejores resultados. Aquí, sin embargo, los posibles beneficios serán limitados si el foco se pone en la provisión local de bienes y servicios simples, como la comida y el transporte, algo que hacen típicamente las grandes empresas mineras en la búsqueda de la llamada “licencia social”. Adoptando enfoques dinámicos, es posible generar estas capacidades en el mediano plazo.
La segunda cuestión ineludible son las tecnologías. Hoy, para extraer los recursos el sector minero utiliza tecnologías con alta demanda de recursos como el agua, y muchas generan riesgos de daño al ambiente y la salud humana, como el uso de explosivos y venenos como el cianuro. La visión predominante en la industria es que estas tecnologías son las únicas disponibles, y que por lo tanto los daños no pueden evitarse.
Todas las actividades económicas pueden llevarse adelante de maneras diferentes. Siempre hay tecnologías que compiten para llevar adelante procesos (tecnologías en un sentido amplio, como forma de resolución de problemas). Algunas ganan y otras pierden; y esto sucede por diferentes motivos, no siempre asociados a la eficiencia. El punto es que las que ganan se difunden rápidamente, generan economías de escala y de red, y luego es difícil cuestionarlas y reemplazarlas. Las alternativas o van desapareciendo, o se utilizan en espacios experimentales algunas veces marginados, otras protegidos. El auto a petróleo versus el auto eléctrico es un ejemplo interesante. A principios del siglo pasado estas dos tecnologías de transporte competían, hasta que por un número de razones, no todas económicas o tecnológicas, el auto a petróleo finalmente ganó. El eléctrico, sin embargo, permaneció como idea en los márgenes y hoy, con la creciente presión por iniciar cambios profundos en la matriz energética para combatir el cambio climático, está de nuevo disputando la carrera.
La literatura sobre transiciones hacia la sustentabilidad se centra en el estudio de estos procesos para entender cómo se pueden acelerar estos cambios. En el agro, por ejemplo, las tecnologías en disputa son la de uso intensivo de agroquímicos y la agroecológica. La más difundida es la agricultura a gran escala. Su supremacía no deriva de su mayor eficiencia en términos absolutos, como muchos argumentan; gana porque disfruta de economías de escala y de red, y porque tiene gran parte de la infraestructura tecnológica e institucional a su servicio. La agricultura agroecológica, sin embargo, viene dando batalla, empujada por actores sociales comprometidos que creen que se deben priorizar otros objetivos además de la eficiencia; y empieza a mostrar resultados contundentes, incluso en términos de la tan mentada eficiencia económica.
El desafío con el sector minero es identificar, explorar e incentivar tecnologías y formas organizacionales alternativas con más beneficios para la sociedad, mejor aprovechamiento y cuidado de los recursos y menos efectos adversos. Existen tecnologías de extracción como la recuperación aurífera libre de cianuro o la biolixiviación – que usa bacterias para extraer el material sin uso intensivo de agua -; o las tecnologías de colas secas que reducen los riesgos de derrame. Sin embargo, aunque podrían minimizar o eliminar muchos riesgos, o están en fases experimentales (y son más riesgosas desde el punto de vista de los resultados de la producción) o no han sido escaladas, por lo tanto pueden ser más caras para las empresas.
Para que estas y otras formas alternativas surjan, se adopten y se terminen de desarrollar se necesita exigir transparencia a las empresas sobre las alternativas existentes e introducir regulaciones que las propicien, y esfuerzos públicos y privados que las empujen. Los “mercados” no van adoptarlas espontáneamente. Sin control social, sin regulaciones, las empresas solo se concentran en sus beneficios. Se necesita una decisión y un amplio acuerdo social para direccionar los esfuerzos con miras a su desarrollo, con el liderazgo del Estado y fuerte participación de la sociedad civil. Este debería ser el objetivo en el mediano plazo. Incluso para que la minería sea posible y rentable en el mediano plazo, en un país como Argentina.