Por Mariano Fressoli y Anabel Marín
Volvió el Estado. La pandemia nos obligó a invocarlo de nuevo. En medio de la crisis, el Estado es el viejo templo al que las personas necesitadas (y las conversas) van a cobijarse. Las políticas de austeridad y Estado mínimo que dominaban el discurso apenas unos meses atrás quedaron fuera de sintonía. Las voces que celebraban la primacía del mercado y el nuevo reino del capitalismo financiero se acallaron, al menos por ahora.
Un Estado presente en la emergencia puede significar la diferencia entre tener un plato de comida o sufrir hambre, entre cuidarse o enfermarse, acceder o no a las vacunas a tiempo, y entre cierta normalidad bucólica y el caos que se observa en algunos países.
A medida que la crisis se extiende en el tiempo y se comienzan a visualizar todos sus posibles efectos a largo plazo, el mundo discute medidas excepcionales y políticas creativas. Nuevas ideas plantean la posibilidad de utilizar el mayor protagonismo inevitable que tendrá el Estado para encauzar el desarrollo del sistema capitalista hacia direcciones más sostenibles. En la medida que la gran mayoría de las empresas privadas van a necesitar y recibir ayuda para sobrevivir, es preciso preguntarse qué emprendimientos son prioritarios y cuál va a ser la contraparte de esas transferencias de dinero. Por ejemplo, ¿tiene sentido rescatar a las empresas petroleras y apoyar un sistema energético obsoleto e impulsor de la crisis climática? ¿Puede utilizarse ese financiamiento para incentivar a las empresas a moverse en direcciones menos contaminantes? La economista italo-estadounidense Mariana Mazzucato sostiene que los gobiernos deben utilizar el financiamiento estatal para redireccionar la innovación y la producción hacia una economía más sustentable. Los errores del rescate financiero masivo que se realizó durante la crisis de 2008 en el norte global son los que ahora acechan las próximas decisiones estatales.
Quizás la idea más fresca que ganó fuerza en los últimos tiempos sea el mentado Green New Deal. Lo apoyan los políticos y políticas con mayor compromiso social, como Alexandria Ocasio-Cortez en el partido demócrata de los EE.UU, Jeremy Corbyn en el partido laborista británico y una serie heterogénea de representantes de la academia y activistas: desde Mazzucato a Jeremy Rifkin y Naomi Klein. Viniendo del desierto conceptual de la imaginación neoliberal, la idea del Green New Deal -un pacto para avanzar en la transición hacia energías renovables y generar empleo- es realmente tentadora. Esta idea, sin embargo, por momentos no es más que un slogan, un significante vacío que puede justificar inclusive la inversión en gas en lugar de en petróleo convencional.
Si no se discute ampliamente, esta reconstrucción del templo estatal puede terminar transfiriendo recursos gigantescos a las corporaciones que causan muchos de los problemas que necesitamos resolver. Por eso, más que una respuesta, el Green New Deal debería ser una gran pregunta sobre qué tipo de estado queremos y necesitamos en el siglo XXI, qué tipos de sistemas productivos nos conviene adoptar, cuál es el papel de la ciudadanía y cómo enfrentamos los problemas de la concentración económica y el poder de las grandes corporaciones y los oligopolios.
En el fondo, la recuperación algo nostálgica de la idea del Estado parece estar perdiendo de vista algo crucial: para bien y para mal, las cosas han cambiado desde la era dorada del Estado de bienestar y las políticas intervencionistas. Las ideas económicas liberales y las socialistas, las aspiraciones democráticas y las autoritarias, en cualquiera de sus combinaciones, deben hacer frente a una realidad muy diferente. Décadas de globalización, posmodernismo, acceso creciente a la información y deslocalización de la producción no pueden deshacerse por arte de magia.
No importa cuánto invoquemos al Estado, las burocracias del siglo XXI difícilmente puedan reimponer el fordismo económico y cultural. Es obvio que necesitamos urgente alguna forma de intervención, cuidado y empoderamiento de las capacidades estatales, pero la planificación estatal vertical del siglo pasado no resolverá los grandes desafíos económicos y ambientales que se avecinan. Sería una gran desinteligencia pedirle al Estado que enfrente solo estos desafíos.
La colaboración abierta es un bazar
El repliegue de la intervención estatal previa al COVID en muchas regiones dejó alarmantes niveles de desamparo para muchas personas, pero también dejó una sociedad civil más organizada. Hoy tenemos cientos de ejemplos de organizaciones sociales que se apropian de las nuevas tecnologías y posibilidades de interacción de maneras innovadoras, para su propio beneficio.
Sólo tomando ejemplos de la pandemia: mucho antes de que los gobiernos y los expertos decidieran sobre la utilidad y la obligación de usar tapabocas, miles de voluntarios ya los fabricaban usando tutoriales online. Pronto, universidades y organizaciones de la sociedad civil comenzaron a organizar encuentros de prototipado (conocidos como hackatones) donde cientos de participantes se juntaron de manera virtual para fomentar proyectos de innovación social ciudadana como respuesta al Covid-19. Una de las iniciativas más conocidas, Frená la curva, fue replicada en más de 15 países, incluyendo Argentina, Uruguay, España, México, Francia. En Argentina, un grupo de científicos y médicos se autoorganizaron para responder dudas sobre el Covid-19 a través de Instagram y Twitter bajo el nombre @coronaconsultas. En todo el mundo florecen iniciativas como Open Source Ventilator, Open Source COVID-19 medical supplies y Open COVID Pledge buscan diseñar y fabricar de forma abierta respiradores artificiales, válvulas, y otros insumos médicos – incluyendo vacunas.
Todas estas soluciones y muchas más proliferan gracias a miles de recursos digitales -muchos, gratuitos- que nos permiten comunicarnos, aprender y resolver problemas de forma accesible. Tres décadas de internet han incubado un enorme acervo de información, infraestructura y prácticas digitales diseñadas para la creación colectiva, abierta y descentralizada. Gigantescas redes de miles personas que colaboran de forma voluntaria han construido iniciativas fundamentales para nuestra vida cotidiana, como la Wikipedia y el sistema operativo Linux, usado por la mayoría de las redes informáticas del mundo. Otras están en construcción y creciendo, como los movimientos de open source en semillas (Open Source Seed Initiative en Estados Unidos o Bioleft en Argentina), alternativas concretas frente a la creciente concentración en la producción de semillas que está llevando a pérdidas irreversibles en la diversidad social, cultural y biológica.
La colaboración abierta también está cambiando el mundo de la ciencia a una escala sin precedentes. En la que se denomina hoy ciencia ciudadana, la colaboración voluntaria de cientos de personas ayuda a recolectar, clasificar y analizar datos con resultados asombrosos en disciplinas como astronomía, biología o ecología. Algunas experiencias como iNaturalist reúnen más de un millón de voluntades.
El resultado de la suma de esas voluntades es una creciente inteligencia colectiva: un bullicioso bazar -como señala Eric Raymond- donde el conocimiento, la inspiración, la creatividad y la innovación están crecientemente distribuidos entre grupos diversos de la sociedad (empresas, academia, organizaciones de la sociedad civil….). Desde hace tiempo, las nuevas formas de organización han comenzado a atender los múltiples desafíos sociales, asociados a la creciente desigualdad y las crisis climáticas, que ni el Estado ni la mayoría de las empresas privadas han querido atender de forma decidida. Y en relación a varios de estos temas estas respuestas descentralizadas han mostrado una capacidad para aprovechar nuevas oportunidades abiertas por las nuevas tecnologías superior a la de las burocracias privadas o estatales, que han sido incapaces de capitalizarlas rápidamente.
La vuelta del Estado interventor – necesaria e inevitable como muestra la pandemia – enfrenta entonces una extraña paradoja. Mientras que, como señala Mariano Zukerfeld, las grandes corporaciones digitales globales explotan cognitivamente a millones de ciudadanos y colectivos sociales, extrayendo valor de sus búsquedas online, sus datos, su fotos y recuerdos, sus evaluaciones sociales y sus afectos, las organizaciones estatales continúan desconfiando de las instancias participativas y desaprovechando en gran medida la colaboración abierta y las experticias que ya tiene la ciudadanía.
En un momento en el que todas las personas que disponen de una conexión a internet pueden opinar, acceder prácticamente a cualquier información científica y elegir su propia aventura en el mundo del hágalo-usted-mismo, la incapacidad estatal para establecer nuevas formas de colaboración y participación no solo aumenta la desconfianza ante el Leviatán sino que termina favoreciendo a aquellos actores que construyen capitalismo de plataformas en base a esta inteligencia colectiva.
Quizás sea tiempo de empezar a debatir qué es lo que realmente puede hacer el Estado y en qué áreas puede aprender de las capacidades de la sociedad civil, las iniciativas de los comunes colaborativos y los movimientos sociales. La crisis que vivimos es también una crisis de la imaginación, de la falta alternativas. No resultará fácil escapar del pensamiento único que dominó las últimas décadas. Una multiplicidad de activistas y organizaciones sociales vienen tejiendo y construyendo sus propias redes y prácticas desde hace décadas. Es hora de que los organismos estatales y el pensamiento económico empiecen a dialogar y a tomar en serio estas alternativas. Abordar algunos de los desafíos más significativos que enfrentamos, como la emergencia económica y la crisis climática, va a requerir combinar la capacidad de intervención estatal con pluralidad, conocimiento distribuido y creatividad colectiva. Nadie quiere abandonar la capacidad de respuesta del Estado, pero es preciso repensarlo para que pueda aprovechar y potenciar las alternativas colaborativas.
Es momento de entender que sin el Estado no se puede, pero con solo el Estado no alcanza.