Este artículo se publicó en Revista Anfibia en noviembre de 2020.
Por Anabel Marín y Mariano Fressoli
La tensión entre producción y ambiente, o divisas versus sustentabilidad está en carne viva en Argentina. El anuncio de un posible acuerdo con China para instalar granjas industriales de carne porcina reavivó el debate sobre desarrollo o maldesarrollo. En los últimos meses, además, la irrupción descontrolada de incendios que ya arrasaron casi 900 mil hectáreas en 22 de las 23 provincias del país terminó de consolidar en el imaginario colectivo la relación entre destrucción ambiental y actividades extractivas a gran escala.
El reconocimiento de la gravedad y alcance de la crisis climática a nivel global y del impacto de gran parte de nuestras actividades económicas en los ambientes locales está llegando a un punto de inflexión.
Las críticas al modelo de desarrollo en Argentina existen hace décadas, encarnadas en las luchas sociales contra la minería a cielo abierto, las pasteras de celulosa y las fumigaciones de pesticidas, por ejemplo. Pero hasta hace poco tiempo eran más bien fenómenos regionales, asociados al estilo not in my backyard (“no en mi patio trasero”), que no lograban romper la alianza de intereses, complicidades y silencios del modelo de desarrollo extractivista. Como en tantos otros aspectos, la pandemia permitió visualizar el tamaño y la urgencia del desafío ambiental, en Argentina y en el mundo.
El creciente pedido de explicaciones sobre el acuerdo porcino con China se empieza a encadenar simbólicamente con las marchas para evitar el cambio en la legislación sobre minería en Mendoza y las movilizaciones por la Ley de Humedales.
La crisis ambiental se monta sobre una crisis económica y política sin precedentes, aun para la Argentina. Todo esto se condimenta con dificultades para generar espacios de diálogo que permitan cultivar nuevas ideas y soluciones. En un momento de posiciones extremas, existe el riesgo de generar una nueva grieta en nuestro país, pero esta vez dentro del progresismo.
En un rincón se encuentra un pensamiento que podría denominarse progresismo desarrollista, que ha intentado minimizar y/o relativizar los costos ambientales. Sus argumentos se basan en la necesidad de atraer inversiones para generar empleo y expandir exportaciones y divisas, y más importante aún, fomentar encadenamientos productivos. En el otro rincón, el progresismo ambientalista alerta sobre los daños, peligros y riesgos ambientales y sociales de las actividades que más generan recursos económicos en el país, y exige cambios significativos.
Estas posiciones no son antagónicas, pero cada bando repite su canción en un loop poco productivo. Es necesario iniciar un diálogo y abordar cuestiones problemáticas de las dos visiones. El progresismo desarrollista, aún priorizando objetivos económicos, por ejemplo, no incorpora una visión crítica sobre la sustentabilidad económica de un modelo que ya encuentra rechazo en los mercados de altos ingresos, que ponen cada vez más barreras a productos y servicios desarrollados destruyendo el ambiente o asociados a riesgos de salud, como la mayoría de los que exporta Argentina. De la misma manera, el ambientalismo, más allá de iniciativas y prácticas muy atractivas que despliega y propone a escala micro, todavía no ha logrado aportar una visión estratégica sobre cómo abordar los desafíos económicos actuales.
Entrar al laberinto para rediscutir el modelo
Para salir del laberinto es necesario recorrerlo y reconocer la complejidad del problema en el que nos encontramos. Argentina exporta recursos naturales, más o menos procesados, que son la mayor fuente de las necesitadas divisas para el país. Sin embargo, los problemas económicos, sociales y ambientales que esto genera son cada vez más evidentes para la mayor parte de la sociedad. La necesidad de aumentar el ingreso de dólares choca de frente contra una parte de la sociedad argentina que no acepta más los costos de estas actividades con perjuicios sociales y ambientales, mientras que encuentra cada vez más esquivos los beneficios.
Segundo, se debería aprovechar la crisis y el estado de alerta social para repensar nuestro modelo de crecimiento y desarrollo, nuestra visión de futuro y nuestra imaginación de lo que constituye progreso. Los que piensan y diseñan las políticas económicas progresistas necesitan dejar de intentar barrer las críticas ambientales bajo la alfombra y aprender a darle el lugar protagónico que se merecen, aprovechando su potencial democrático y creativo. Después de todo, ha sido la sociedad civil argentina, cada vez más informada y organizada, la que con sus pedidos de explicación, cuestionamientos y movilizaciones está forzando a rediscutir y volver a negociar el modelo.
¿Es posible accionar un cambio en la dirección de largo plazo sin descuidar los desafíos del presente? ¿Cómo se resuelven las urgencias de corto plazo mientras se rediseña nuestro futuro? No tenemos todas las respuestas, pero creemos que empezar a transitar ese camino implica revisar las estrategias del progresismo ambiental y el desarrollista.
Salir del laberinto por abajo
Un problema para la construcción de un modelo de desarrollo sustentable es la sobrevaloración del rol del Estado. La visión del Estado como el actor que representa el bien público en el sistema democrático es más una aspiración que una realidad. También resulta ingenua la idea de que el mismo Estado que necesita y promueve el agronegocio, la megaminería o la producción animal a gran escala, pueda ser capaz de monitorear y controlar costos y riesgos, regular y compensar a los privados. El Estado necesita las divisas y los ingresos que se derivan de las inversiones productivas tan cuestionadas; no puede renunciar a ellos. Tiene intereses creados en esas negociaciones. Además, por la brevedad del período de gobierno, los gobernantes tienden a privilegiar el presente ya que necesitan mostrar resultados.
La trampa de los recursos naturales a corto plazo tiene solo una salida: democratizar las instituciones para la toma de decisiones, incluir a la sociedad civil en un rol central en los procesos ejecutivos y monitoreo. Las prioridades en esta etapa deberían ser la transparencia y la participación; y el principio guía, más que la sustentabilidad como algo abstracto y en disputa, debe ser la justicia ambiental. La participación es la válvula de escape para el campo del progresismo desarrollista, que en su afán por conseguir dólares para mejorar la distribución de beneficios, termina pegado a los intereses de las élites por no democratizar las decisiones de inversión.
La sociedad civil, autoconvocada y articulada en sus organizaciones, debe ser parte de las negociaciones y decisiones. Especialmente, quienes representan a sectores en general marginados, que suelen ser los más afectados por las actividades extractivas. Numerosas experiencias de participación ciudadana en temas conflictivos asociados a recursos naturales han dejado sabor amargo, pero ha habido también experiencias positivas. En los últimos tiempos se han identificado algunos de los desafíos más relevantes para que la participación funcione y se ha avanzado en su tratamiento, por ejemplo en cuestiones como las asimetrías de información, conocimiento y poder. Ha habido avances significativos también en el desarrollo de metodologías participativas que van más allá de la resolución de conflictos, apuntando a la construcción colectiva de herramientas y de agendas de trabajo con una mirada transformadora.
Transformar el futuro, democratizar el conocimiento
En el largo plazo, lo importante es incorporar una visión dinámica y política de cambio tecnológico. La construcción de un modelo de desarrollo ecosocial implica tanto un cambio de políticas y de prácticas, como la construcción de un nuevo imaginario tecnológico. Esta tarea tampoco se puede posponer. En este punto, así como el progresismo desarrollista no debería abandonar la democratización de las tecnologías, el ambientalismo tampoco puede tercerizar la visión de cambio científico-tecnológico.
Es necesario imaginar y negociar otros futuros, e iniciar acciones para incentivar cambios radicales en la dirección de las inversiones y los esfuerzos. Los costos ambientales de hoy son el resultado de decisiones tecnológicas que las empresas tomaron en el pasado, en relación a dónde dirigir sus investigaciones, desarrollos y actividades productivas. Si no son reguladas, las empresas buscarán exclusivamente incrementar beneficios, reduciendo costos y aumentando sus posibilidades de control y apropiación, y no habrá un cambio de dirección. Es necesario promover que redirijan sus búsquedas, que se pluralicen las prioridades y los criterios de evaluación y selección para las inversiones existentes y a futuro. Si los requerimientos sociales y regulatorios se vuelven más exigentes y complejos, las empresas orientarán las inversiones en direcciones más sustentables.
Pero esto solo no alcanza. Controlar, regular y castigar a las empresas para que sigan direcciones deseables no es suficiente. Existe un problema de asimetría de información y conocimiento entre empresas, Estado y sociedad que solo puede ser salvado con el involucramiento directo.
Ni la democratización política, ni la redistribución de recursos, ni la resistencia a los proyectos contaminantes alcanzan para abordar los numerosos desafíos de la sustentabilidad. La construcción de un futuro ecosocial necesariamente requiere una narrativa de esperanza en lo político y en lo tecnológico. Hace falta descentralizar los procesos de generación y apropiación de conocimientos, innovaciones e incluso producción, tal como vienen haciendo miles de proyectos de software libre, hardware libre, semillas abiertas y tantos otros. Sólo así la sociedad podrá tener la información y conocimiento necesarios para participar en las decisiones y en los cambios de dirección.